Cada vez que respiramos, inhalamos unas 20.000 partículas de polvo microscópico; algunas se quedan en los vellos de la nariz, otras se adhieren en las paredes de la garganta y muchas más en las de los pulmones.
Los expertos en salud se preocupan más por los granos pequeños que por lo grandes. Esto es a razón de que el cuerpo humano ha aprendido a evitar el paso de los fragmentos de mayor tamaño, pero los diminutos pueden burlar las trampas del organismo y navegar hacia los pulmones.
Los pulmones estan acostumbrados a recibir una cierta cantidad de polvo y son capaces de capturar y eliminar con eficacia a los intrusos. Pero incluso el aire moderadamente sucio contiene miles de pequeñas partículas por centímetro cúbico, de ahí que durante un minuto de respiración pueden pegarse a las paredes del aparato respiratorio unos treinta millones de partículas. Las mucosidades que cubren esas paredes están llenas de minúsculos agentes que expulsan hacia fuera el polvo.
Al mismo tiempo, otros diez millones de partículas pueden ingresar a través de los alveolos. Algunas se disolverán y dispersarán, otras no. Afortunadamente, dentro de cada alveolo hay unas células que cada vez que entra un grano de polvo, se encargan de absorberlo y luego expulsarlo mediante los agentes antes mencionados. La mayoría de la veces el trabajo es eficaz, aunque en ocasiones tiene sus fallas.
Hasta hace unos años, los científicos trazaban la raya entre una partícula de polvo peligrosa y otra que no lo era en función a su tamaño: 10 micras (una décima del ancho de un cabello). Pero los investigadores han tenido que mover la raya, y ahora se estima que pueden causar muerte o enfermedad las que miden 25 veces menos que un pelo de ancho. Según estos estándares, la mayoría de las partículas que caen dentro de esta clasificación serían los polvos de la industria y los pesticidas.